jueves, 4 de noviembre de 2010

El ego: el adversario


Nuestra atención y actitud determinan buena parte de la realidad que experimentamos. Aquello en lo que centramos nuestra energía emocional y cognitiva aparece y reaparece como parte de lo “real” que enfrentamos cotidianamente. No es magia ni supuesto metafísico (o no sólo es eso): bien puede verse como sentido común y, si se quiere, como hecho demostrable mediante los supuestos de la física cuántica.



Por ello, supone un dilema dedicar tiempo y esfuerzo para escribir sobre el ego. De entrada, el tropezón de intentar definirlo. “Ego” es uno de esos términos casi imposibles de asir, que se utilizan para casi todo sin decir, de hecho, nada y que son objeto de interminables debates entre filósofos, psicólogos y lingüistas. Por cierto, “Dios”, “religión” y “verdad”, entre otras, son expresiones similares en naturaleza. 


Quedémonos con la idea de Eckhart Tolle, que para estos propósitos es útil: las palabras son meramente indicadores (pointers); señalan una realidad inefable; apuntan hacia una idea que no será posible aprehenderla, pero que, a falta de otra herramienta generalizada, tendremos que aproximarnos a ella lingüísticamente. (Nota: sí hay herramientas para acercarse a estos conceptos y trascender los límites lingüísticos: señaladamente la intuición y la meditación; empero, esto será tema de una entrada diferente).



Entonces, ¿qué es el ego?: no me refiero al concepto freudiano del “yo” (tomado del latín) ni a las definiciones de diccionario. Hay quien, con sentido práctico, propone que el ego es la opinión que tenemos de nosotros mismos. No argumento ni a favor ni en contra de estas construcciones psicológicas. Para efectos de estas líneas, con base en las ideas de Tolle y Yehuda Berg, el ego es la ausencia de luz dentro un ser humano: es la concreción de la ausencia de consciencia. ¿Una concreción hecha de vacio? Efectivamente: el ego es una sombra, pero una muy poderosa.

El mejor disfraz que el ego utiliza es el de ser “persona”. El término “persona” –de nuevo, el laberinto de las palabras-- corresponde a la palabra en griego para decir máscara. Nuestras “personas” son las máscaras que utilizamos para actuar en el teatro del mundo y en el conjunto de sus organizaciones, hoy por hoy, dominadas por estructuras que incentivan el desamor. Nótese que el concepto sigue siendo hueco: detrás de una máscara sola, no hay nada. Hay mera apariencia. El ego es eso: apariencia del mundo de las formas que hoy rigen las relaciones sociales.

Los gobiernos, las iglesias, los partidos políticos, los sindicatos, las empresas, las organizaciones “civiles”, la academia, las universidades, las escuelas… No hay organización humana que no esté completa o parcialmente enraizada en el ego y su efluvio permanente de temor, de culpa, de jerarquización, de sentido de carencia, de competencia, de rivalidad, de falta de amor. 


Cuando Morpheus intenta explicarle a Neo la naturaleza de la Matrix le dice que está en todos lados: que la puede ver cuando abre la ventana y cuando enciende el televisor; que la puede sentir cuando va a la oficina, cuando va a la iglesia y cuando paga sus impuestos. Es decir, la apariencia y la desolación son norma en las organizaciones más representativas de nuestra vida cotidiana y de hecho, en el extremo, en cada uno de nuestros actos cotidianos.



Pareciera que las sociedades, en general, están organizadas con base en los apetitos del ego y fundamentadas en lo más sombrío de la condición humana. Sólo por excepción encontramos la luz en ellas. Insisto: esto es una mera apariencia, pero tan fuerte que la mayoría vive la idea, consciente o inconscientemente, de que así es la “realidad”. El abuso del poder, la acumulación irracional de bienes materiales --y la identificación de lo que somos con su número y calidad-- y la discriminación (racial, sexual, de clase) son ejemplos de estructuras del ego que rigen un número importantísimo de relaciones sociales.

El impulso a juzgar, en general, deriva del apego a las formas. “Tanto tienes, tanto vales”, “como te ven te tratan”, las relaciones subjetivas de poder o los prejuicios de clase son ejemplos muy concretos de este fenómeno; hay ramas del conocimiento que, incluso, han llegado al exceso de pretender “encontrar” leyes del comportamiento humano con base en su lado negativo, inconsciente y centrado en pulsiones egoístas. Desde luego, hay regularidades y repeticiones que hacen esta ilusión posible y hasta matematizable; afortunadamente también hay luz y presencia en este plano de consciencia que ayudan a dibujar una expectativa diferente de lo que puede ser la experiencia humana.

Desprenderse de los juicios es una larga tarea que se hace más difícil con el sinnúmero de incentivos que tenemos en contra. Empero, la presencia (el acto que nos lleva a observar la reserva inagotable de amor dentro de nosotros) es el arma que tenemos para neutralizar los efectos del ego. En otra entrada del blog recordé que la luz se filtra, purificadora, por las rendijas de estas estructuras que se pretenden cerradas y, por ende, obscuras e inamovibles. Esas “gotas de luz” –Javier Lyd dixit—son las semillas de lo que, esperemos, sea una realidad diferente en el futuro mediato.

A este punto puede ser evidente para el lector que lo contrario al ego es el amor. El amor --vaya feria de palabras complejas-- en el sentido más amplio, más generoso. No el amor erótico, filial o fraternal, o no sólo estos: sino el amor universal, el que es impulso de toda creación. Así, el ego juzga, el amor perdona. El ego discrimina, el amor acepta. El ego es intolerante; el amor, incluyente. Dos fuerzas en eterna disputa. No en balde, casi toda mitología es la ilustración de esta lucha del “bien” contra el “mal”.

El ego es, entonces, el adversario a vencer en nuestro camino en búsqueda de la luz. Recuerda Berg en uno de sus libros que la palabra en hebreo “Satán” quiere decir, justamente, adversario. Y no hay necesidad de buscarlo fuera de nosotros: los impulsos egoístas son su manifestación concreta en  nuestras vidas y los responsables del dolor que experimentamos de forma cotidiana.

La forma de “derrotar” a este adversario no es con enfrentamiento y castigo. Por el contrario, ese ha sido el camino para fortalecerlo. Los “pecados” más perseguidos y más castigados serán, inexorablemente, los más cometidos. La forma de derrotarlo es con amor y con la luz. La “luz” es la alegoría de la sabiduría. Y para que la sabiduría lo sea realmente y no mera acumulación de conocimiento es condición indispensable que se encuentre embebida de amor.

Hoy, aquí y ahora, envío estas líneas con amor a quien quiera recibirlas.